Quien alguna vez ha intentado aprender a tocar piano (o lo ha logrado) puede llegar a entender que este instrumento es la épica de dos amantes que se disputan y se reconcilian a través de melodías contrapuestas y que luchan entre sí para conformar una perfección tan sublime que hipnotice al oyente y lo transporte al rincón más íntimo de su pensamiento. Es en el piano donde convergen dos polos, dos movimientos aparentemente opuestos y equidistantes que, al producirse por cada mano, casi como si pulularan por dimensiones paralelas, generan armonías maravillosas y engendran la compatibilidad perfecta en tempo e intención.

A lo largo de su vida Beethoven escribió 32 sonatas. Fue muy poco antes de empezar a padecer de sordera, en su periodo medio o heroico, comprendido entre 1803 y 1814, cuando compuso la sonata de claro de luna (Sonata para piano, sonata no. 14, Allegretto), una melodía profunda que nace, inicialmente, desde las entrañas del hombre en un quejido perpetuo y que se engrandece conforme genera una armonía decaída con un bajo producido por notas graves, a modo de base, y que sirve como refuerzo a las agudas, quienes narran una historia, nota a nota, hasta envolvernos e invitarnos a escapar de nuestra prisión corpórea.

Las sensaciones que produce cada pulsación del piano nos pasea por un laberinto cuya salida está en todas partes pero que realmente no deseamos utilizar. No es nuestro deseo escapar, no necesitamos huir de este sonido que constantemente se asemeja a un espejo y refleja una imagen de nosotros mismos y de aquello que nos invade y acongoja profundamente.

Para escuchar esta sonata hace falta cerrar los ojos, dejar que el sonido se deslice por cada poro de nuestra piel y cale dentro, tan dentro que permita purificarnos o simplemente ser sinceros con nosotros mismos y la realidad que vivimos. Y, conforme nos aceptamos, la melodía cambia, se vuelve más alegre, relajante, repleta de armonías dulces y agradables en diferentes tonalidades y progresiones que parecen presentar un mundo completamente diferente al anterior y que es, en su propio concepto, perfecto. Es una de las mejores músicas clásicas para relajarse.

Cerrar los ojos es una comunión muy personal y que encaja a la perfección con una antigua historia, para algunos una fábula, que cuenta una especie de anécdota en la cual Beethoven, ya muy cerca de que su déficit de audición lo llevara a una etapa de aislamiento y soledad, iba pasando por una calle empobrecida de Viena y un sonido lo sedujo poderosamente. Provenía de una casa abierta y en ella estaba una joven ciega que tocaba el piano. Era una mujer con una destreza agradable y quien, tras conversar con el pianista, reveló que este –sin ella saber con quién hablaba-, había sido su inspiración y la balsa que le había permitido aprender a tocar aquel instrumento.

Beethoven quedó, naturalmente, encantado y en poco tiempo se confesó ante la joven quien, inicialmente, fue víctima del asombro pero luego generó una conversación agradable y prolongada. El pianista, al momento de despedirse, se sentía en deuda pues en aquella charla había volcado sus frustraciones más profundas y deseaba darle un obsequio a aquella dama. Esta, encantada, le respondió que todo le había dado con su música, no obstante, ante la insistencia de su invitado, le pidió algo que parecía imposible, pidió le obsequiase la posibilidad de ver un Claro de Luna.

Aquello, según la historia, supuso un desafío para el pianista, ¿cómo mostrarle algo a quien no puede ver? Y fue en su casa, frente al piano, con los ojos cerrados, cuando inició la composición de la que sería una de sus obras más famosas. Una pieza que basta escuchar para transportarnos a cada detalle, matiz y contraste creado por el pianista. Así, si fuese un cuadro, los brochazos estarían cuidados con tal precisión que la obra se revelaría entera ante nosotros, al cerrar los ojos descubriríamos la majestuosa pintura de los rayos de la luna disipando las tinieblas.

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