El órgano, principal protagonista de esta obra y uno de los más incomprendidos instrumentos de la música clásica. A pesar de las sombras que lo han cubierto durante mucho tiempo, siempre ha logrado encontrar un espacio en la vida de los grandes compositores. Ya sea en sus inicios o cuando la vida de estos está por expirar, siempre aparece, majestuoso, ante aquellos hombres, y les permite crear grandeza y perfección.

Por supuesto, no se puede dejar de lado que sus armonías nos regresan a la iglesia y a la música religiosa, como es este caso. Sin embargo, hay algo en su lamento, en sus variaciones y en ese sonido que arranca de las cuerdas y lo eleva hasta las bóvedas celestiales de los templos, que es capaz de conmovernos y mantenernos expectantes y sumergidos en su preciosa melodía.

Precisamente, esta obra se va narrando a sí misma con sus sonidos quebrados, sus secuencias armónicas y esa ágil capacidad que posee para mezclar las variaciones melódicas, llevando a los sonidos gruesos y agudos a trabajar en paralelo pero generando una sensación absoluta. Esto es lo que hace posible que cada pulsación y nota sea un canto que busca desesperadamente la paz, el alivio y la luz que disipe las tinieblas.

Ven ahora, Salvador de los gentiles es una composición modesta pero muy bien construida que sentimos muy de cercana. Sus notas construyen una alabanza perfecta que resuena en nuestro interior y así, conforme escuchamos, nos hacemos parte de ella. En silencio meditamos y nos fusionamos entre sus tonalidades; el mundo desaparece y solo queda esa atmósfera ceremonial y divina en la cual penetramos hasta que el sonido muere y volvemos al mundo terrenal.

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