Preludio de Otoño, si hay un título hermoso para una canción es este. Esta melodía describe una estación cargada de sentimientos y colores, símbolos y significados, sueños y desilusiones. Su sonido se esfuerza por encarnar cada una de las características y elementos que la definen. Durante su marcha, exprime al máximo cada uno de estos contrastes y logra transmitir su esencia, aquello que representa y nos hace vivir, esa magia que sorpresivamente llega hasta nuestros oídos en forma de lamento y canto triste pero que, en el fondo, intenta recrear su majestuosidad.

Muy acertadamente su compositor decidió darle el mayor protagonismo al piano, un instrumento que representa las raíces de esta estación y que transmite de forma fiel y exacta todos sus matices. Su sonido es sumamente relajante, promueve la meditación y, al escucharlo, somos víctimas de un profundo trance. Sin quererlo, sucumbimos ante esas notas que avanzan y desnudan a la naturaleza. Mientras más escuchamos, más nos perdemos en ese inmenso bosque de hojas ocres; caminamos por un mundo alejado al nuestro y alcanzamos un estado de plenitud y sosiego asombroso.

Conforme avanza la pieza, otros instrumentos se unen al piano y lo dotan de profundidad. Así, el violín se entremezcla con sus notas y da paso a un nuevo universo de colores y texturas. La melodía adquiere una madurez marcada y la soltura que adquiere al incorporarse la gaita solo es comparable a la tranquilidad que generan las flautas casi al final de la melodía.

Todos estos componentes trabajan en sincronía y se fusionan constantemente para narrar el paso del tiempo y cómo el mundo cambia en un segundo. Nosotros, sus oyentes, somos testigos mudos de su metamorfosis, observamos su inicio y su final, vivimos el tiempo que avanza, modifica y muere, nos transformamos con el otoño de cada año, nos desnudamos emocionalmente ante su sonido y, al final, dejamos de ser quienes fuimos para convertirnos, al igual que la naturaleza, en seres renovados y capaces de empezar un nuevo ciclo.